Domingo 24 de Junio de 2012 16:57
| Por Rafael Narbona.
Fotos: SOS GALGOS
España es el país de los galgos ahorcados. España es el país que no
aprecia la ternura inconcebible de un animal que se enreda con el aire,
dibujando piruetas imposibles.
España es el país de árboles con
ramas asesinas, donde una infame cuerda siega una vida tan ligera como la
espuma. España es una tierra yerma que entierra la poesía en sus entrañas
muertas.
Los galgos son poetas emboscados
en el viento, que doblan las esquinas en silencio, deslizándose como un brazo
de agua escapado de una acequia. Los galgos son poetas que se recortan contra la
luna, componiendo siluetas inauditas. Los galgos encabalgan
las palabras o saltan por encima de ellas, sorteando las tildes, tan arrogantes
e inflexibles. La tilde es una señora ridícula que se clava en las palabras
como una espina. Los galgos perturban su rutina, lanzándola al viento, que
juega con ella hasta que se aburre y la deja sobre un tejado, donde se confunde
con una ramita. A veces, acaba en un nido. Allí recibe lecciones de humildad y
acepta su dolorosa intrascendencia.
Las pisadas de los galgos no
dejan huella. Son veloces, aladas, casi etéreas. No les afecta la gravedad ni
la dureza de la piedra. Los galgos aceleran el movimiento de
rotación de la tierra, cuando la locura se
apodera de ellos. Los ojos apenas pueden seguir su vertiginosa
galopada, pero gracias a sus carreras escuchamos la
música de las esferas.
Los galgos se
burlan de la ortografía estirando o doblando sus orejas. Las
orejas de un galgo pueden transformarse en una X, una Y o una LL. Esforzándose
un poco pueden esbozar la Ñ o el número Phi, el número áureo donde se esconde
Dios, jugando con una serie infinita que deja con un palmo de narices a las
maestras de escuela. Las maestras de escuela no entienden a Dios ni a los
galgos.
Dios es un niño que utiliza
los puntos suspensivos para cruzar los ríos. Los arroja uno a uno y avanza a
saltitos. Los que le sobran, se los guarda en el bolsillo. Los
galgos nunca se separan de Dios,
pues saben que les necesita para no extraviarse por los caminos, donde acecha
el hombre con una horca en la mano. Nos han dicho que Dios era un anciano de
barba blanca y piel arrugada, pero Dios es un niño enfermo que
aplaca su dolor, acariciando la huesuda cabeza de un galgo. Los galgos vigilan
el mundo mientras Dios descansa. Cada vez que se
comete una maldad, lanzan un aullido y Dios se despierta, pero
Dios no puede hacer nada porque nadie hace caso a un niño que de puntillas no
llega a la mirilla de una puerta.
Los hombres que ahorcan a los
galgos perdieron su alma hace mucho tiempo. En realidad, su alma huyó espantada
cuando descubrió que sus manos codiciaban la sangre ajena. Los hombres que
ahorcan a los galgos esconden sus ojos detrás de gafas oscuras, pues los ojos
les delatan. Sólo hace falta mirarlos para comprender que detrás no hay
nada.
Los hombres que ahorcan a los
galgos son los mismos que fusilaron a García Lorca. No les importó desarraigar
de nuestro suelo a un poeta que dormía entre camelias blancas y lloraba como el
agua. No les importó enterrarlo en una fosa sin nombre, con los ojos
abiertos y una mueca de espanto. Los hombres que ahorcan a los galgos apenas
hablan. No les gustan las palabras. No les gusta justificar sus actos ni
manifestar sus afectos. Dejan un rastro de dolor y miedo. Se
ríen de los poetas que pasan noches en vela, intentando hallar
un verso para finalizar un soneto. Se
ríen de los insensatos que anhelan un futuro sin bombas ni
ruinas negras. Se ríen de las
promesas que nos hicieron de niños, asegurándonos que la eternidad apacigua a
la muerte, evitando que caigamos en el olvido.
Cada vez que muere un galgo,
un niño se queda huérfano. Los galgos prestan la luz
de sus ojos a los niños enfermos. Les acompañan en las noches
de fiebre y pesadillas sin cuento. Les despiertan suavemente, hablándoles
al oído del día que llega, con su frescor y su luz naciente, sonrosada. Les
hablan de la primavera y de la semilla al florecer. Les hablan de las mañanas
ardientes del verano, cuando el mar se
ofrece amistosamente y el sol parece una piedra amarilla que no acaba de caer.
Les dicen que el invierno se ha escondido detrás de un arbusto y se ha quedado
dormido.
Los niños enfermos son los niños
que el Joven Rabí escogió para mostrar al mundo la belleza en su forma más
pura. El joven Rabí se enfrentó al poder de las tinieblas con un niño
tullido y un galgo famélico, sin ignorar que la compasión es una flor extraña.
Una flor que sólo crece en laderas escarpadas y en profundas soledades, donde
las plegarias tiritan de miedo al pensar que enmudecerán en un sótano vacío.
Algunas mañanas,
me levanto temprano y los galgos ya están en la explanada que llaman plaza,
con su triste iglesia de fachada encalada, escondiendo la piedra, y un árbol
con el tronco lleno de nudos, con aspecto de chichones. Agrupados por largas
cadenas, todos son jóvenes y no saben lo que les espera. No saben que
ese día algunos se quedarán en el campo, sobrepasados por la crueldad humana.
Podría advertirles, pero los hombres que preparan su muerte, se pasean con
escopetas y largas sogas. Sus ojos parecen brasas encendidas por un odio
antiguo. Los ojos de los galgos aletean como mariposas de colores.
Azul, castaño, violeta, acaso un tenue resplandor dorado, de trompeta vieja.
Algunos están sentados, otros tumbados, dormitando. Algunos están de pie y
otros desmoronados. Algunos están tan delgados que casi levitan. Algunos
parecen de arcilla, otros de plata, otros son blancos como el alba. El alba que
ya avanza por la plaza y
les pone en movimiento.
Se escuchan las cadenas, los
gritos, las risotadas. Se alejan todos a la vez, uncidos a un destino
desigual. Siento lo que sintió Don Quijote al contemplar a los
galeotes, condenados a impulsar un enorme buque de guerra con un remo: “¿Por
qué hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres?” Me senté en un
banco de piedra y
les observé alejarse. Un galgo blanco, de andares espirituales y resignados,
giró la cabeza y me miró humanamente, con ojos fatigados y débilmente
esperanzados. Los dos sabíamos que nuestras vidas eran un chispazo, un momento
de claridad en una tiniebla infinita, pero nos esforzábamos en pensar que nos
reencontraríamos bajo otro cielo, vagabundeando por una llanura sin término,
lejos de esa mañana homicida que se cobraría las vidas de los torpes y
rezagados. Nos reencontraríamos en una mañana sin penumbra ni olvido, de
plenitudes y esplendores, una mañana perfecta, libre de miedos y trajines. Nos
miraríamos de nuevo, como dos viejos conocidos que han descubierto la felicidad
de ser en el otro. Sus ojos en mis ojos, sus sueños en mis sueños y
nuestros latidos concertados en el viento.